Clara encaminaba sus pasos por la
espesura del pasto, queriendo dar luz a sus nuevos pensamientos. La desdicha de
las circunstancias, el reciente abandono de su marido, perder su puesto de
trabajo, pero sobre todo, perder a la persona que más había amado y más le
había costado reconocer amar, su jefe, le habían llevado a querer labrarse una
nueva vida, lejos de la ciudad. De esta forma, y sin rumbo fijo, campo adentro
y a marcha ligera, ahondaba en sus pensamientos más profundos y, a medida que
se alejaba de lo que hasta hoy, había considerado la civilización, mejor se
sentía con la decisión de abandonar su antigua vida que, por otra parte, ya le
había dejado a ella.
Cuanto más cerca le parecía estar
de las nubes que desde la capital veía lontanas, más fácil le parecía alcanzar
nuevos sueños. No sabía cuándo pararía, si su camino llevaría horas, días o
semanas; si encontraría calor, frío, alimento, hambre, sed o agua. Pero lo
importante, y de eso estaba segura, era la meta que se había propuesto, la más
grande y también la más complicada, ser feliz.
Si algo había aprendido Clara en
estos últimos dos años en los que su vida había dado un vuelco, es que la
felicidad podía aparecer de muchas formas: como un fruto maduro jugoso, tierno,
lleno de agua y que al morderlo parece derretirse en ti, pero frágil al fin y
al cabo a las inclemencias del tiempo o los mordiscos de las aves; como un
árbol que crece fuerte y robusto con la esperanza de no ser talado o como las
hierbas silvestres, que están ahí y parecer no importar a nadie, hasta que
alguien te despoja de ellas.
Por eso ahora, le había echado el
valor propio de una mujer, y con una mochila a cuestas en la que sólo portaba
lo indispensable (una foto familiar de cuando era pequeña, una botella de agua,
una muda, algo de dinero en metálico, la cartera, una libreta con una pluma, un
libro de Jane Austen y unas galletas), había decidido emprender un largo viaje
dedicado a quien le había dado menos tiempo a lo largo de su vida, a ella
misma.
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