Temblaba de miedo, con las
esperanzas por las nubes y el corazón contraído en forma de pasa. La
inseguridad me invadía desde mis pequeños pies hasta mis delicadas manos,
azoradas. No paraba de mirar el móvil, esperando un mensaje que me dijera que
habías llegado. Y entonces apareciste, mi fiel caballero, desenvainando la
espada, que son tus ojos; con paso firme caminaste hacia a mí, quemando y
desvaneciendo mi pesar en un beso. Gracias –te dije-, y de nuevo, me sentí
reconfortada. Necesitaba de las briznas de la luz que emanas, cálida y
acogedora, contagiosa y velada.
La noche desgranaba mis
tormentos, con cada voz, me sentía más llena de ilusión, feliz por el camino
que había escogido y por el esfuerzo que me llevó a mi sino. Pero mi propio
rumor empezó a languidecer cuando las horas estrujaban la tempranía de mi
momento, de mi anhelado instante, mi segundo de estrellato, en el que creí
morir con cada manecilla. Subí al escenario con la presión estrujándome los
nervios y una sonrisa lacrada a medio dibujar en el rostro, escruté entre la
multitud tus ojos azabache queriendo escuchar palabras de aprobación, que ya
sentía en la inmediatez de tu piel marmórea. Aunque estabas lejos en la
estancia, pude sentir tu pulso acompañando mis nervios y desbaratándolos con tu
tierna sonrisa. Gracias –pensé-, y aunque no lo dije en alta voz supe que lo
recibías con tu asentimiento.
Los aplausos saldaron las últimas
brasas de angustia, intenté no llevarme la mano al brazo buscando un pellizco
que me despertara del ensueño. Pero hice un breve amago por intentar resucitar.
¡Estaba allí, lo había conseguido! A pesar de sentirme pequeña entre la
multitud, entre el océano de estrellas. Había subido al escenario, y como
premio, había obtenido aplausos.
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