He viajado muchas veces al país
de los recuerdos, intentando rememorar aquel día. Y siento que, por más veces
que lo pienso, menos claro veo aquel suceso. Recuerdo que llevaba semanas
intentando expresarte que ardía en deseo por tus manos, que me hacía daño tu
infatigable ausencia. Estábamos cerca en cuerpo, pero inmensamente lejos en
alma. Reuní todo el valor que me fue posible, pero no el suficiente para
decírtelo a la cara, sin miedo. Nunca supe como hablar mirando el inmenso vacío
de tus ojos oceánicos.
Estuve media mañana pensando en
lo que quería decirte, y la otra media redactando una carta a la que le daba la
vuelta una y otra vez, intentando encontrar en ella la explicación que te
requería, con el fin de no tener que entregártela al final del día. Intenté
pasarla a limpio, sin éxito. Eran demasiadas frases, demasiados sentimientos
comprimidos en tan sólo dos hojas a puño y letra.
Nada de lo que pasó después, me
parece aún real. He intentado indagar en la memoria, procurando reconstruir un
puzzle que, en ocasiones, se me antoja más complicado que descifrar un cubo de
rubik en quince segundos. Las piezas, que a veces se encuentran por sí mismas.
En esta ocasión, están dispersas entre una maraña de lo que es, lo que intuí
que podría pasar y lo que finalmente pasó. Si mi imaginación hubiera construido
aquel día, de la nada, no hubiera sido más mágico.
Llegué a casa antes de lo
previsto, no recuerdo bien si hice novillos o realmente no tenía última hora.
Dejé las cosas en el salón, intenté recapacitar, tranquilizarme, arreglarme.
Pero nada me parecía bien. Al final, cogí la mochila otra vez y me fui a
esperarte en la parada de bus. Una parte de mí ansiaba tu llegada, la otra…
esperaba que nunca aparecieras.
El miedo era parte de mí. Yo era
miedo. Las manos me temblaban e intentaba encontrar en mi interior una voz que
me había abandonado. Tenía la constante sensación de ahogarme. Entonces
apareció Silvia. Me preguntó qué hacía allí y se lo conté todo. Me deseó
suerte. Pero siempre estuve segura de que la suerte me había abandonado al
conocerte. Más tarde llegó el primer bus… me levanté, pero no bajaste. Temí que
hubieras preferido andar aquel día y que ya estuvieras en el calor de tu hogar,
mientras yo helaba las penas del ya entrado otoño.
Pero entonces llegó otro bus. Y
con él de nuevo una madeja de sentimientos contradictorios. Al verme sonreíste.
Aquella sonrisa que podía producir desmayos. Me preguntaste qué hacía allí. Y
atisbé una respuesta en tu pregunta. Tú ya lo sabías al ver aquel papel
arrugado por los nervios. Te lo entregué y te supliqué que lo leyeras al volver
a casa. Deseé no haberlo hecho al instante, pero ya era demasiado tarde para
volver atrás.
Supongo que al llegar no sabrías
si tirarlo a la basura o leerlo. Pensarías “¡La loca psicótica esta… que no me
la quito de encima!” Pero, finalmente, lo leíste. No puedo imaginar que se
encendió dentro de ti o que emergió o… que pasó por tu cabeza entonces. Pues lo
que vino a continuación, nos sorprendió a ambos.
Una llamada inesperada, a la par
que deseada. Una llamada que decía que estabas en mi puerta y que, esta vez,
querías escucharlo de mis labios. Titubeé, pensando que me tomabas el pelo,
ansiando que fuera cierto y que no te rieras otra vez de mis sentimientos. Salí
con las prisas de un animal que se acerca a la muerte inevitable y que quiere
que pase cuanto antes, para sufrir lo menos posible. Me esperabas apoyado en la
vaya, como tantas veces deseé verte y tantas otras te imaginé en sueños.
Estabas nervioso, y aún así mi corazón galopaba aún más rápido que el tuyo. Me
abrazaste. No supe responder. Nos besamos. No sabía qué hacer.
Me cogiste de las manos y me
miraste a los ojos. Por primera vez, no se me antojaban tan inmensos, mas
parecían curiosamente pequeños y hendidos en tu cara angelical. Habías dejado
de ser un sueño, para convertirte en una realidad. Y la realidad, tan
inoportuna como siempre, me pegó un puñetazo. Me deshice de tus brazos y volví
a mirarte. Eras tú, pero no el tú que yo recordaba de aquellas veces. Te así
por los hombros, te miré, escrutándote, indagando en tus ojos aquella magia que
ya no encontraba. Decepción.
Lo supiste al volver a mirarme y
agachaste la mirada. Supongo que, en algún momento de aquel día, cambiamos los
roles. Yo ya no me imaginaba bebiendo los vientos por volver a verte. Aquel
beso había terminado con los años de espera impaciente por tener un te quiero,
tu te quiero. Tú, en cambio, habías caído en la fascinación de una loca
caprichosa que se había cansado de su juguete favorito.
He tardado años en volver a
recordarlo. Sé que cruzamos unas palabras, que me dijiste que no pasaba nada.
Pero intuyo que me odiaste, igual que yo deseé hacerlo en los años venideros,
por no haberte tomado con fuerza entre mis brazos y llevarme tus labios a los
míos con gozo. Pero no podía engañarte, a ti no. Aquella chispa esperada… se
había agotado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario