De un lado, la contemplación de
un David que se erige sublime, victorioso de una Florencia que renace de entre
las brumas del alba. Del otro, un Sol que inicia su camino en el horizonte,
perdido entre las sinuosas y arcillosas colinas. A lo lejos discurre el río
Arno, que arrastra a su paso las cenizas de un ayer temprano.
La atmósfera se carga de belleza
y mestizaje al apreciar, aparentemente y con un ojo guiñado, el Duomo y la Sinagoga florentina, a
tres dedos de distancia. La majestuosidad de una ciudad que levanta al mismo
tiempo el Palazzo Vecchio y las casonas de apenas tres pisos, que se mezclan
entre vestigios de un ilustre pasado y un presente absolutamente efímero.
Una oleada de arte, que se
respira en una ciudad que apenas acaba de abrir los ojos para despertarse. Aún
quedan farolas encendidas, mitigadas por la luz que emana del anaranjado y se
oyen las primeras voces, que se abren en un balbuceado bostezo.
Pero tal vez, el paisaje más sublime,
sea aquel que puede palparse aunque ya no esté vivo. El paso firme y nervioso
de un Miguel Ángel que avanza, siempre disperso entre sus pensamientos y
elocuentes ideas, o las caballerías que conduce un inteligente y sagaz Lorenzo
de Médici. El rumor de aquel espejismo que llevó a la ciudad toscana a la
majestuosidad que aún se saborea desde este ingenuo mirador, que cada día queda
atolondrado por sus singulares vistas.
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