Las maletas estaban preparadas, el coche listo, los nervios
afloraban. Mis padres lloraban, tus padres lloraban, nosotros llorábamos también.
Fuimos todos juntos hasta el aeropuerto, algún amigo íntimo
y algún que otro familiar vinieron a despedirse también.
Estaban todos los que necesitábamos. En ese momento solo nos
íbamos para un año, con la esperanza de poder quedarnos allí a vivir.
Anunciaron nuestro vuelo y nos fuimos, con nervios, con
esperanza, con alegría, con el miedo de qué pasaría allí.
Al llegar casi me puse a llorar de emoción, estaba viviendo
mi sueño, todo empezaba a encajar en el puzzle de mi vida y lo mejor de todo es
que era junto a ti.
El apartamento no era perfecto, pero era todo lo que
necesitábamos en ese momento, un apartamento pequeñito para dos, para los dos.
Los meses fueron pasando, ahorramos todo lo que pudimos,
decidimos ir a España a ver a nuestros padres ese verano para no gastarnos
dinero.
Recuerdo la voz de mi madre diciéndonos que nos cuidáramos,
que estudiáramos mucho, que el trabajo no lo era todo, que si necesitábamos dinero
podíamos contar con ellos… Y todas esas cosas que dicen las madres cuando sus
hijos abandonan el hogar, dulce hogar.
Sin darnos cuenta pasamos allí nuestro primer año y nos
dimos cuenta de que sí, claro, echábamos de menos a nuestros amigos, a nuestra
familia, pero que queríamos seguir allí.
Año y medio después nos metimos en la hipoteca de la casa en
la que empezaría a crecer años después nuestra niña.
Otro sueño más cumplido, crecer allí, hacernos viejos, y
todo esto, siempre junto a ti.
Los nervios me empapaban, allí estaba yo, delante de todo el
tribunal, preparada para hacer mi trabajo de fin de curso. El cual, parece ser,
me fue con éxito, porque después de tantos nervios y desasosiego, me
aplaudieron.
Finalmente llegó la nota, y con ella, mil millones de
nervios más, pero aprobada estaba, pasé la gran prueba final, una de las más
complicadas de toda mi vida.
Después llegó el Máster, y no os creáis que me fue fácil,
pero lo superé, con un trabajo a cuestas, una casa y una proposición, fui capaz
de superarlo.
Ahora solo me quedaban las oposiciones, ¡aún recuerdo lo
duras que fueron! Los meses estudiando incansablemente por las mañanas, y
trabajando por las tarde, las semanas en las que no recordaba ver la luz del
Sol e incluso perdía la noción del tiempo.
Algunos días no tenía tiempo ni para comer y ahí estaba él,
detrás de mí, regañándome y cuidándome como siempre hacía.
Al final, después de mucho esfuerzo y pocas horas de sueño,
fui de las primeras en las oposiciones, acabé trabajando en lo que más me
gustaba y ¡por fin y con ello, llegó la gran noticia!
Primero se lo dijimos a mis padres, después a los tuyos, a
los amigos y demás familiares. Luego tocaba organizar todo. Yo quería una boda
espectacular, de esas que quitan el hipo y jamás se olvidan.
Contratamos un modista para mi vestido, elegimos las flores
más bonitas que había, entre ellas, claro está, mi ramo de novia de peonías no
podía faltar.
Como buena cursi que soy, y gran seguidora de las
americanadas, (por suerte o por desgracia), yo quería una especie de damas de honor,
y así fue, todas vestiditas de morado, mi color favorito.
El sitio, no podía ser más hermoso. Elegí una de mis playas
favoritas de Italia, dos de mis sueños cumplidos.
La verdad es que estuvimos ahorrando como locos, pero mereció
la pena.
Las olas, el mar, el olor a playa, mi vestido blanco
reluciente, mi pelo suelto ondeando con esa corona de flores. Tú vestido de
blanco impoluto, con tu camisa reluciendo al igual que tus ojos.
El canon de Pachabel sonando, los invitados mirando mi
sonrisa, esperando la tuya, nuestras madres llorando, los amigos y familiares
riéndose. ¡Fue impresionante!
Todo lo que esperaba, todo lo que soñé para aquel día, lo
hiciste realidad, solo para mí.
Y poco a poco todo se iba ordenando y saliendo casi según lo
planeado, hasta que llegó la GRAN NOTICIA, todo con mayúsculas y subrayado… ¡Íbamos
a ser papás!
Entonces la vi, asomaba su cabecita desde dentro de mí,
sacaba lentamente sus brazos, su pequeño cuerpo, sus preciosas y enanas piernas
y sus piececitos.
Al instante la cogió el médico y empezó a llorar, y yo con
ella, al verla tan hermosa. La posaron en mi pecho y la vi resplandeciente, jamás
pensé que una cosa tan pequeñita pudiera brillar de aquella forma, la acaricié
la cara y pareció mirarme. Su padre se acercó a mirarla también.
Bonita estampa presentábamos los tres, Elisabeth cubierta de
sangre aún, tú y yo llorando como una magdalena. Éramos muy felices, no
recuerdo un instante más hermoso que ese.
Nació casi a la misma hora que yo, por media hora de
diferencia, y me lo hizo pasar realmente mal en el parto, fue un poco
complicado porque, como dice mi madre: “¡La niña es larga, eeeh!” La hicieron
un poco de daño al nacer, pero todo eso ya está resuelto.
Lo que nunca olvidaré, fue como sus ojitos me miraban
reconociéndome, y yo a ella, la niña más bonita con la que jamás soñé.
La agarré la manita con mis manos y ella me intentó agarrar
también.
Al llegar a casa nuestros amigos tenían preparada la
bienvenida, algunos habían venido incluso desde Madrid, al ver a todos allí, me
eché a llorar de alegría. Todos hacían corro para ver a la niña. Ninguno tenía
dudas de cómo se llamaba, pues incluso antes de estar pensada, Elisabeth, ya
sonaba en mi corazón y en el de todos.
“¡Qué rica, qué bonita, qué pequeña!” Decían todos.
Muchos trajeron regalos para la recién nacida, otros flores,
bombones y detalles para la madre primeriza. Fueron días y semanas muy felices.
Momentos dulces teñidos de amor y cariño.
Momentos que no podré vivir, porque mientras escribo estas
palabras, mi corazón se deja abandonar a su suerte. Dulces recuerdos que no
podré tener, ni compartir, porque me asola una enfermedad que nadie entiende.
Médicos se hacen llamar con sus batas, curanderos, personas
en las que ponemos todas las esperanzas, pero siguen siendo eso, personas, y no
hacen milagros. Desde aquí les agradezco todo lo que han hecho por salvarme, y
que me intentaran animar a seguir luchando, a…seguir viviendo unos meses más.
Me dijeron que todo corría de mi cuenta, que si yo era capaz
de ser optimista puede que evolucionara mejor la enfermedad, que me harían
todas las pruebas necesarias, que incluso me ayudarían a recaudar el dinero
suficiente contactando con programas de ayuda… TODO, me ofrecieron todo.
Pero ellos no sabían que yo ya estaba muerta desde el
momento en el que me diagnosticaron la enfermedad, que desde ese segundo, yo
perdí toda esperanza de vivir.
Era joven cuando me dieron la noticia, fue un palo para mí.
Al principio, creí que se trataba de una broma, de una
equivocación, que eso no podía pasarme a mí. Me quedé en shock, dejé de
escuchar lo que el médico me decía, mi madre agarró fuerte mi mano y empezó a
llorar. Yo, no escuchaba nada, no veía nada, todo se nublaba a mi alrededor.
Y lo siguiente que recuerdo es estar tumbada en una camilla
y una enfermera reanimándome.
Cuando llegué a casa no quería hablar con nadie, estuve
semanas sin apenas salir de la habitación, casi sin comer, sin hablar con
nadie.
De vez en cuando mis padres entraban y me intentaban hacer
reír, venían amigos y familiares próximos, todos trataban de hablar de otra
cosa… del tiempo, de las notas, de los novios, de lo mal que va el país… ¡de lo
que fuera con tal de no hablar de que me estaba muriendo!
Poco a poco me convertí en lo que soy ahora, una chica
introvertida, cascarrabias, que no le gusta hablar con nadie y que vive en su
mundo. La loca de los gatos de los Simpson, a mi lado, una persona normal.
Empecé a hablar sola y a…decir tonterías. Lo hacía pasar mal
a todo el mundo que me rodeaba, a todo el que se compadecía de mí y de mi
sufrimiento. Pero nunca ninguno de ellos me abandonó, nunca me dejaron morir
sola por más que les incité y casi obligué a que se fueran de mi lado.
Pasaron los meses, e incluso el año que me dijeron que duraría.
La enfermedad poco a poco me comía, me hacía vulnerable
hasta la cosa más tonta.
De vez en cuando salía a la calle, a dar un paseo, al
parque, a algún centro comercial… Mis padres, mis familiares y mis amigos en
alguna ocasión me obligaban a ser la de antes, a sacar del armario mis mejores
vestidos, la mejor ropa y calzado que tenía y a quitar el polvo a mis pinturas.
Esos días casi parecía una chica normal, algo más demacrada,
encogida, huesuda y con una delgadez bastante extrema, pero una chica normal. Una
chica que se reía, que salía y disfrutaba.
Pero eso solo duraba unos instantes, cualquier cosa,
cualquier tontería me hacía acordarme de que eso no era real, y entonces
empezaba a llorar y a chillar, y alborotar a todos y todo. A veces los ataques
de histeria me pillaban al llegar a casa, otras en los momentos más
inoportunos.
La verdad es que toda esa gente que no dudó ni un solo
segundo en estar a mi lado, no se merecía nada de lo que le hacía pasar.
Y ahora, ahora que siento como me desvanezco y que todo lo
que fui, lo que soñé, lo que pude ser o lo que podría haber pasado... ya no es
nada, pido perdón a todos aquellos a los que una vez hice daño y, doy las
gracias a los que se quedaron a mi lado.
Puede que no sea el momento, y que muchos de ellos no me
perdonen o que piensen que estas palabras son solo para irme contenta al otro
lado a… a saber donde, pues nunca fui demasiado cristiana, ni… bueno, ni llegué
a creer en nada suficiente como para elegir mi camino.
Pero, allí donde esté mañana o… dentro de unas horas, me
acordaré de todos vosotros y os mandaré todo el amor y cariño que os tuve
alguna vez en vida y que recuerdo.
Muy bonito, pero trágico también.
ResponderEliminarRealmente da que pensar...
Un besito!