miércoles, 26 de diciembre de 2012

Sueños que nunca podrán ser...


Las maletas estaban preparadas, el coche listo, los nervios afloraban. Mis padres lloraban, tus padres lloraban, nosotros llorábamos también.
Fuimos todos juntos hasta el aeropuerto, algún amigo íntimo y algún que otro familiar vinieron a despedirse también.
Estaban todos los que necesitábamos. En ese momento solo nos íbamos para un año, con la esperanza de poder quedarnos allí a vivir.
Anunciaron nuestro vuelo y nos fuimos, con nervios, con esperanza, con alegría, con el miedo de qué pasaría allí.
Al llegar casi me puse a llorar de emoción, estaba viviendo mi sueño, todo empezaba a encajar en el puzzle de mi vida y lo mejor de todo es que era junto a ti.
El apartamento no era perfecto, pero era todo lo que necesitábamos en ese momento, un apartamento pequeñito para dos, para los dos.
Los meses fueron pasando, ahorramos todo lo que pudimos, decidimos ir a España a ver a nuestros padres ese verano para no gastarnos dinero.
Recuerdo la voz de mi madre diciéndonos que nos cuidáramos, que estudiáramos mucho, que el trabajo no lo era todo, que si necesitábamos dinero podíamos contar con ellos… Y todas esas cosas que dicen las madres cuando sus hijos abandonan el hogar, dulce hogar.
Sin darnos cuenta pasamos allí nuestro primer año y nos dimos cuenta de que sí, claro, echábamos de menos a nuestros amigos, a nuestra familia, pero que queríamos seguir allí.
Año y medio después nos metimos en la hipoteca de la casa en la que empezaría a crecer años después nuestra niña.
Otro sueño más cumplido, crecer allí, hacernos viejos, y todo esto, siempre junto a ti.


Los nervios me empapaban, allí estaba yo, delante de todo el tribunal, preparada para hacer mi trabajo de fin de curso. El cual, parece ser, me fue con éxito, porque después de tantos nervios y desasosiego, me aplaudieron.
Finalmente llegó la nota, y con ella, mil millones de nervios más, pero aprobada estaba, pasé la gran prueba final, una de las más complicadas de toda mi vida.
Después llegó el Máster, y no os creáis que me fue fácil, pero lo superé, con un trabajo a cuestas, una casa y una proposición, fui capaz de superarlo.
Ahora solo me quedaban las oposiciones, ¡aún recuerdo lo duras que fueron! Los meses estudiando incansablemente por las mañanas, y trabajando por las tarde, las semanas en las que no recordaba ver la luz del Sol e incluso perdía la noción del tiempo.
Algunos días no tenía tiempo ni para comer y ahí estaba él, detrás de mí, regañándome y cuidándome como siempre hacía.
Al final, después de mucho esfuerzo y pocas horas de sueño, fui de las primeras en las oposiciones, acabé trabajando en lo que más me gustaba y ¡por fin y con ello, llegó la gran noticia!


Primero se lo dijimos a mis padres, después a los tuyos, a los amigos y demás familiares. Luego tocaba organizar todo. Yo quería una boda espectacular, de esas que quitan el hipo y jamás se olvidan.
Contratamos un modista para mi vestido, elegimos las flores más bonitas que había, entre ellas, claro está, mi ramo de novia de peonías no podía faltar.
Como buena cursi que soy, y gran seguidora de las americanadas, (por suerte o por desgracia), yo quería una especie de damas de honor, y así fue, todas vestiditas de morado, mi color favorito.
El sitio, no podía ser más hermoso. Elegí una de mis playas favoritas de Italia, dos de mis sueños cumplidos.
La verdad es que estuvimos ahorrando como locos, pero mereció la pena.
Las olas, el mar, el olor a playa, mi vestido blanco reluciente, mi pelo suelto ondeando con esa corona de flores. Tú vestido de blanco impoluto, con tu camisa reluciendo al igual que tus ojos.
El canon de Pachabel sonando, los invitados mirando mi sonrisa, esperando la tuya, nuestras madres llorando, los amigos y familiares riéndose. ¡Fue impresionante!
Todo lo que esperaba, todo lo que soñé para aquel día, lo hiciste realidad, solo para mí.
Y poco a poco todo se iba ordenando y saliendo casi según lo planeado, hasta que llegó la GRAN NOTICIA, todo con mayúsculas y subrayado… ¡Íbamos a ser papás!


Entonces la vi, asomaba su cabecita desde dentro de mí, sacaba lentamente sus brazos, su pequeño cuerpo, sus preciosas y enanas piernas y sus piececitos.
Al instante la cogió el médico y empezó a llorar, y yo con ella, al verla tan hermosa. La posaron en mi pecho y la vi resplandeciente, jamás pensé que una cosa tan pequeñita pudiera brillar de aquella forma, la acaricié la cara y pareció mirarme. Su padre se acercó a mirarla también.
Bonita estampa presentábamos los tres, Elisabeth cubierta de sangre aún, tú y yo llorando como una magdalena. Éramos muy felices, no recuerdo un instante más hermoso que ese.
Nació casi a la misma hora que yo, por media hora de diferencia, y me lo hizo pasar realmente mal en el parto, fue un poco complicado porque, como dice mi madre: “¡La niña es larga, eeeh!” La hicieron un poco de daño al nacer, pero todo eso ya está resuelto.
Lo que nunca olvidaré, fue como sus ojitos me miraban reconociéndome, y yo a ella, la niña más bonita con la que jamás soñé.
La agarré la manita con mis manos y ella me intentó agarrar también.
Al llegar a casa nuestros amigos tenían preparada la bienvenida, algunos habían venido incluso desde Madrid, al ver a todos allí, me eché a llorar de alegría. Todos hacían corro para ver a la niña. Ninguno tenía dudas de cómo se llamaba, pues incluso antes de estar pensada, Elisabeth, ya sonaba en mi corazón y en el de todos.
“¡Qué rica, qué bonita, qué pequeña!” Decían todos.
Muchos trajeron regalos para la recién nacida, otros flores, bombones y detalles para la madre primeriza. Fueron días y semanas muy felices. Momentos dulces teñidos de amor y cariño.


Momentos que no podré vivir, porque mientras escribo estas palabras, mi corazón se deja abandonar a su suerte. Dulces recuerdos que no podré tener, ni compartir, porque me asola una enfermedad que nadie entiende.
Médicos se hacen llamar con sus batas, curanderos, personas en las que ponemos todas las esperanzas, pero siguen siendo eso, personas, y no hacen milagros. Desde aquí les agradezco todo lo que han hecho por salvarme, y que me intentaran animar a seguir luchando, a…seguir viviendo unos meses más.
Me dijeron que todo corría de mi cuenta, que si yo era capaz de ser optimista puede que evolucionara mejor la enfermedad, que me harían todas las pruebas necesarias, que incluso me ayudarían a recaudar el dinero suficiente contactando con programas de ayuda… TODO, me ofrecieron todo.
Pero ellos no sabían que yo ya estaba muerta desde el momento en el que me diagnosticaron la enfermedad, que desde ese segundo, yo perdí toda esperanza de vivir.
Era joven cuando me dieron la noticia, fue un palo para mí.
Al principio, creí que se trataba de una broma, de una equivocación, que eso no podía pasarme a mí. Me quedé en shock, dejé de escuchar lo que el médico me decía, mi madre agarró fuerte mi mano y empezó a llorar. Yo, no escuchaba nada, no veía nada, todo se nublaba a mi alrededor.
Y lo siguiente que recuerdo es estar tumbada en una camilla y una enfermera reanimándome.
Cuando llegué a casa no quería hablar con nadie, estuve semanas sin apenas salir de la habitación, casi sin comer, sin hablar con nadie.
De vez en cuando mis padres entraban y me intentaban hacer reír, venían amigos y familiares próximos, todos trataban de hablar de otra cosa… del tiempo, de las notas, de los novios, de lo mal que va el país… ¡de lo que fuera con tal de no hablar de que me estaba muriendo!
Poco a poco me convertí en lo que soy ahora, una chica introvertida, cascarrabias, que no le gusta hablar con nadie y que vive en su mundo. La loca de los gatos de los Simpson, a mi lado, una persona normal.
Empecé a hablar sola y a…decir tonterías. Lo hacía pasar mal a todo el mundo que me rodeaba, a todo el que se compadecía de mí y de mi sufrimiento. Pero nunca ninguno de ellos me abandonó, nunca me dejaron morir sola por más que les incité y casi obligué a que se fueran de mi lado.
Pasaron los meses, e incluso el año que me dijeron que duraría.
La enfermedad poco a poco me comía, me hacía vulnerable hasta la cosa más tonta.
De vez en cuando salía a la calle, a dar un paseo, al parque, a algún centro comercial… Mis padres, mis familiares y mis amigos en alguna ocasión me obligaban a ser la de antes, a sacar del armario mis mejores vestidos, la mejor ropa y calzado que tenía y a quitar el polvo a mis pinturas.
Esos días casi parecía una chica normal, algo más demacrada, encogida, huesuda y con una delgadez bastante extrema, pero una chica normal. Una chica que se reía, que salía y disfrutaba.
Pero eso solo duraba unos instantes, cualquier cosa, cualquier tontería me hacía acordarme de que eso no era real, y entonces empezaba a llorar y a chillar, y alborotar a todos y todo. A veces los ataques de histeria me pillaban al llegar a casa, otras en los momentos más inoportunos.
La verdad es que toda esa gente que no dudó ni un solo segundo en estar a mi lado, no se merecía nada de lo que le hacía pasar.
Y ahora, ahora que siento como me desvanezco y que todo lo que fui, lo que soñé, lo que pude ser o lo que podría haber pasado... ya no es nada, pido perdón a todos aquellos a los que una vez hice daño y, doy las gracias a los que se quedaron a mi lado.
Puede que no sea el momento, y que muchos de ellos no me perdonen o que piensen que estas palabras son solo para irme contenta al otro lado a… a saber donde, pues nunca fui demasiado cristiana, ni… bueno, ni llegué a creer en nada suficiente como para elegir mi camino.
Pero, allí donde esté mañana o… dentro de unas horas, me acordaré de todos vosotros y os mandaré todo el amor y cariño que os tuve alguna vez en vida y que recuerdo. 

1 comentario:

  1. Muy bonito, pero trágico también.
    Realmente da que pensar...
    Un besito!

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